Marco Aurelio versus el orden establecido
En un país de burros, leer era rebeldía pura
A los 15 años tenía el doble de energía que ahora y una curiosidad totalmente insatisfecha. Pero vivía en una cárcel. El Perú de aquel entonces, trágico 2001, era inmensamente neoliberal, tan zángano como el actual, y con una internet tan lenta que era una hazaña cargar un video de tres minutos. No saben lo triste que era la vida sin Youtube.
Por todo eso, recuerdo con cariño la vez que me topé con Marco Aurelio Denegri y su programa en un horario restrictivo para cualquier adolescente: sábado a las 10 de la noche. Era el 2001. No había “lo miro cuando lo suban”: o lo mirabas ahí, o no lo mirabas nunca.
Y yo lo miraba con extraña religiosidad.
Cuando veía su programa en ese entonces, me sentía también ligeramente pavo. ¿Qué hacía ahí, mirando hablar a ese viejo rabioso, en lugar de estar rompiendo glowsticks en las fiestas de mis patas? ¿Qué hacía leyendo los sábados en la noche y escuchando en los intermedios la definición de cunnilingus? ¿Por qué me condenaba a una vida parasitaria, lejana al sexo opuesto, sin olor a ron?
Marco Aurelio mismo me dio la respuesta aquel año, cuando lo vi, por primera vez, explicar la naturaleza de su programa:
“Este es un programa contracultural”.
Me quedé huevón. Nunca había oído esa palabra antes.
“Este es un programa contracultural, porque la definición de ‘contracultural’ es ‘aquello que va en contra del orden establecido’”, decía levantando su dedito. ¿Y cómo era ese orden establecido? Era inculto y promovía la incultura, la ignorancia, la frivolidad. Se guiaba por el rating, buscaba llegar a la mayor cantidad de gente posible a costa de la profundidad, y todo eso a él le reventaba. Su programa ni quería ni iba a encajar en ese formato. Se zurraba en él. Bajo esa línea argumental, Marco Aurelio, a quien ya nunca llamaremos Denegri porque nos basta con su nombre de pila, era también un subversivo: buscaba, a su modo, subvertir ese orden que tanto le reventaba, sin buscar ingresar en él.
Aquella explicación me pareció, entonces, maravillosa. Hoy lo aprecio mejor. No era (tan) pavo: era rebeldía pura. En un país de burros, leer era ser rebelde. Más aún en ese país zángano, neoliberal y sin internet. Marco Aurelio era lo más cercano que tuvimos a un punk en la televisión. I fought the law. Joe Strummer con terno. Johnny Rotten avejentado.
El concepto me gustó tanto que a la semana me abrí un Hotmail con ese nombre: “contracultural”. En el colegio nadie lo entendía, pero en la universidad me tachaban de punk cuando lo daba: varios jóvenes alcoholizados con púas en la correa se habían apropiado de esa palabra. Yo, lleno de pudor, debía corregir: en verdad, lo había tomado de Marco Aurelio Denegri. Había que hacerle justicia.
Mi relación con Marco Aurelio fue variando con el tiempo. Al inicio, tenía secciones que me parecían deslumbrantes. Una vez, aquel 2001, habló durante 20 minutos sobre el uso de arcaísmos en la obra de Gabriel García Márquez. En octubre de ese año, levantaba su dedito para argumentar, parafraseando a Noam Chomsky, la ausencia de autoridad moral de los Estados Unidos para victimizarse por el 11 de setiembre. En otra ocasión, tomó un poemario con desprecio, lo abrió en la página marcada y leyó unos versos en voz alta. Luego, prescribió: “díganme anticuado, pero ‘torres de alta tensión’ no puede aparecer en un poema. No puede”. Y dejó caer el poemario como quien bota un papel con moco.
Ese mismo año, Marco Aurelio leyó una carta que le había enviado una chica de 17 años. Lo recuerdo con nitidez. Ella le confesaba que veía siempre su programa y que lo disfrutaba aún más que ver Friends. Marco Aurelio, sobrecogido, miró a la cámara y dijo, con su habitual desánimo, que eso lo animaba. Que le daba 20 gramos de esperanza. Que ese era el objetivo último del programa: llegar a una chica perdida de 17 años. Que si había logrado eso, es decir, que si ese programa sin formato donde un viejo cascarrabias se ponía a hablar de catorce temas distintos durante una hora había logrado llamar la atención de una adolescente un sábado por la noche, entonces había alguna esperanza en el futuro del Perú. 20 gramos aunque sea.
Cuando vi esto, me dio envidia. Quise enviarle una carta diciendo que yo era 2 años menor, pero no me salió.
Más cosas se me vienen a la mente: la defensa de la masturbación, el uso del carajo, su crítica al amor romántico, la dureza de mandar a alguien a la concha de su madre -origen de todas las cosas-, la imposibilidad de la monogamia, infórmate antes de hablar, sus chistes mal contados, su risa estrepitosa.
Con los años, su ánimo prescriptivo me fue pareciendo no solo errado sino exasperante. A veces parecía repetitivo, adormilado. Poco a poco dejé de ver su programa. Y cuando lo hacía, solo buscaba encontrarle errores, juicios poco sustentados, cosas qué discutirle.
Lo anterior me parece normal. Uno va creciendo, amplía su mirada, enjuicia a su pasado. Pero aún con las críticas, debo reconocer que Marco Aurelio tuvo un papel superlativo. Quizá no en el país, pero al menos sí en mí.
En lo anecdótico, me prestó una palabra que sigo usando en mi cuenta de Twitter. Pero también logró que ese mocoso de 15 años que era yo no se sintiese tan solo. Satisfizo su curiosidad, la alimentó aún más, le dio más opciones que romper un glowstick en las fiestas de sus patas. Le dio, sin saberlo, sus 20 gramos de esperanza. Le hizo creer, a tan tierna edad, que había más de una forma de ser rebelde. Leer era una de ellas. Que ir en contra del orden establecido estaba muy bien, que era lo deseable, que no había otra forma digna de vivir.
Cada uno tiene un héroe en su adolescencia. El mío murió hoy, pero qué importa: todavía nos queda un orden establecido por enfrentar.
Hasta siempre, mi maoísta preferido. Gracias por liberarme de los glowsticks.