El Mercado que habla
En el Perú, los mercados comen, respiran, hablan, y hasta tienen voceros. Guau.
Hoy debía levantarme a las 7:30 de la mañana y jalar mis maletas por 35 cuadras hasta el aeropuerto del Cusco. Pero como David Tuesta renunció, los transportistas suspendieron el paro anunciado para hoy. Y yo, lleno de alegría, pude hacer tutito hasta las 8:45 y tomar un taxi a las 9 de la mañana como un bípedo cualquiera.
Pero cometí un error: puse RPP al despertarme. Mientras comía mi lechón recalentado, apareció frente a mis ojos el señor Diego Macera, Presidente de un grupo de cienciología local llamado Instituto Peruano de Economía (IPE).
Lo que debió ser solo un problema digestivo, se me convirtió en isquemia cuando Fernando Carvallo, con su voz de galán antiguo, abordó la renuncia del ministro de Economía y preguntó a Macera lo siguiente:
-¿Qué piensan los mercados, señor Macera?
Mierda, me dije.
¿Cómo “los mercados” van a pensar? ¿Los mercados “piensan”? ¿Qué más hacen “los mercados”? ¿Comen, orinan, eructan, corren maratones? Qué pregunta más candelejona. Es como estar frente a un sociólogo fanfarrón y preguntarle “¿Qué piensan las ideologías?”.
Carvallo, por supuesto, quería saber qué pensaban los grandes empresarios. Y para hacerlo, utilizó el eufemismo “los mercados”.
Iluso, imaginé que Macera lo corregiría. Pero no. Macera fue más allá. Respondió:
-Hablé con un par de ellos esta mañana, y me dijeron que...
Mierda, me dije de nuevo.
De verdad, eso fue lo que respondió: “hablé con un par de ellos esta mañana”.
¿Con “un par” de qué? ¿Con un par de mercados?
Qué miseria vivimos: ¿En qué otro país alguien dice “hablé con un par de mercados esta mañana”, y la conversación sigue como si nada?
Culpé al lechón. Seguro estoy alucinando, me dije. Pero luego leí el titular de RPP: "los mercados han recibido la renuncia del ministro de Economía con sabor amargo".
Macera dijo que habló con "un par" de personas. ¿Y con eso ya pudo concluir cómo reaccionaban “los mercados”? Solo caben dos posibilidades: o es un interesado, o es simplemente un tarado.
Digamos lo obvio: “los mercados” es usado por la cienciología local como sinónimo, ya ni siquiera de “los grandes empresarios”, sino de “las dos personas con las que me envié un Telegram a la hora del desayuno”.
Admito que ahí Macera me dio cierta pena, pues hablaba como el vocero de dos ricos que se asustan por cualquier cojudez.
Si “los mercados” en el Perú son las chicas blancas, ricas y frívolas de las películas americanas, Diego Macera sería su chihuahua. Hold my poodle.
Lo peor vino después. Macera sostuvo que el gobierno “mostraba debilidad” al dejar a Tuesta irse, no solo porque implicaba dejar atrás el aumento del Impuesto Selectivo al Consumo (conocido también como “el Paquetito”), sino porque se daba la idea de que “cualquier protesta” podía tirarse abajo una política. Y lo que seguramente vendría, vaticinó el Poodle, serían más y más protestas, porque ahora los indios saben que pueden ganar.
Se me cayó el tamal dulce. Primero, si el gobierno se mostró “débil” al “tirarse para atrás”, ¿qué propone entonces Macera? ¿Mostrarse “fuerte” y “seguir para adelante”? ¿Qué es eso, meterle bala a los manifestantes? Beneficios para los grandazos y plomo para los quejones, ¿hasta cuándo van a añorar a Alan García? Feliz aniversario del Baguazo. Segundo: protestas, protestas, protestas. ¿Tan fácil es armar una protesta? ¿Aparecen así no más, porque un ministro se va? ¿Qué cree Macera que es “la gente del sur”? ¿Ganado? Hay pescados, como él, que creen que hacer una protesta es tan fácil como prepararse un gin tonic, que los cholos no son ciudadanos con intereses legítimos sino ovejas que se juntan a protestar apenas escuchan un silbato (“fuenteovejuna, todos a una”). En suma, que la gente “del sur” es chévere cuando les regalas frazadas para el friaje, pero no cuando demandan derechos. Ahí que les caiga bala.
En fin, recogí mi tamal dulce, le soplé la tierrita, lo partí en dos, y cuando estaba mordiendo la pasita, apareció en mi pantalla Roque Benavides.
Debo hacer una confesión: cada que escucho a Roque Benavides, pienso en la injusticia.
Imagine usted que Roque Benavides se llamase, en verdad, Roque Pérez. Imagine que su papá no haya sido el dueño de la principal minera del país, sino el dueño de la bodega de la esquina.
Imagine el mejor escenario: a Roque Pérez esforzándose, año tras año, por sacar lo mejor de sí. Despachando Frugos con su padre en las tardes, estudiando diligentemente en las noches.
Imagínelo ahora. ¿Usted lo vería hablando por televisión, como vocero de algo? ¿De verdad? Escúchelo. Piense de nuevo. No, ¿no? En efecto. Roque Pérez estaría ahora subiendo selfies a su Facebook todo el día desde un gimnasio, tocando canciones a los borrachos del Juanito a las dos de la mañana, o tendría una columna en Diario Uno. O sea, no sería nada. Roque Benavides es, por eso, la prueba viva de la importancia de la riqueza heredada. Es la injusticia con terno.
De más está decir que apagué la tele. Me fui al aeropuerto con rabia. Ojalá Tuesta no hubiese renunciado. Así el paro de transportistas habría durado todo el día, y yo habría tenido que salir a las 7:30 de la mañana de mi casa para jalar mis maletas por 35 cuadras hasta el aeropuerto del Cusco.
Me habría quedado sin brazos, pero no sin cerebro.